miércoles, 28 de noviembre de 2012

Alexander Pearce

Hoy os traigo una historia que, aunque increíble, es absolutamente cierta.
Nuestra historia comienza en 1790, Irlanda, en el condado de Fermanagh nace nuestro protagonista, Alexander Pearce, un joven campesino de extracción humilde que para ir tirando compaginaba su labor en el campo con pequeños hurtos. Hasta que un buen día todo cambió para él. Corría el año de 1819 cuando…… un momento, un momento. Antes pongámonos en situación.
El Imperio Británico, dueño y señor del mar, el vasto, el vastísimo Imperio Británico. Y entre los más recónditos rincones de ese Imperio, Australia. Y entre los más recónditos rincones de Australia, Tasmania. Por decirlo de alguna manera, la cloaca del Imperio. Pero el Imperio necesitaba colonizar incluso las cloacas y sus colonos fueron los reos, presos, borrachos, ladrones, asesinos, tunantes, buscavidas, violadores, estafadores, traidores y gentes de mal vivir. Ya que muchos, después de cumplir condena, quedaban allí con un pequeño trozo de terreno donde poder construir una pequeña granja en medio de una inmensa zona despoblada.
Ahora sí, retomamos la historia del Sr. Pearce.
Corría el año de 1819 cuando nuestro protagonista cometió el error de robar seis pares de zapatos, y no fue el único error ya que lo pillaron. La pena por su acción fue siete años de trabajos forzados en Australia. Bueno, si habéis visto la película “Papillon” os podéis hacer una idea. El penal Macquarie Harbour, lugar al que fue enviado el pobre Sr. Pearce, no era precisamente un balneario de reposo. A un lado el océano y al otro hectáreas y hectáreas despobladas de selvas, zonas pantanosas y ciénagas, donde los guardias eran aún más canallas que los propios presos, que morían víctimas de los trabajos forzados, los malos tratos, de hambre o de enfermedad.
¡Qué horror! ¿Qué le esperaba al pobre Sr. Pearce? No es de sorprender que los presos tuvieran constantemente en su cabeza la idea de la fuga, aunque de aquel lugar se decía que los carceleros no se molestaban en perseguir a los prófugos, que el propio terreno se encargaba de acabar con ellos ya que ninguna persona era capaz de vivir allí. No obstante, el Sr. Pearce opinaba que su condena era del todo desmesurada y no estaba dispuesto a cumplirla si podía evitarlo.
Pasaron tres largos años en el penal y llegó el momento de la fuga para el Sr. Pearce, la planeó junto con otros siete amigos: Alexander Dalton, Thomas Bodemham, William Kennerly, Matthew Travers, Edward Brown, Robert Greenhill y John Mother. De modo que los ocho compañeros se fugaron.
Los víveres que lograron reunir no duraron mucho, apenas una semana y cuando se terminaron, los ocho amigos ya no lo eran tanto. Un buen día, a Greenhill se le ocurrió decir: “como siga esto así tendremos que…. comernos”, ese día nadie le hizo caso pero con el paso del tiempo…. ¡Dios, que hambre!
Llegó un momento en el que Greenhill y su amigo Travers se fijaron en Dalton. El delito que había cometido para acabar allí era la traición, era un chivato en potencia, así que, qué mejor candidato, siendo él la víctima seguro que no podrá contar lo que pretendían hacer. De modo que, sin mediar palabra, Greenhill toma su hacha y ¡zas! Le cortó la cabeza.
Cuando Greenhill y Travers cuentan lo sucedido a los demás estos se horrorizan, pero…. ¡Dios, que hambre!, “umh…. si ya está muerto por lo menos que su cuerpo sirva para que los demás podamos sobrevivir” dijeron. Dicho y hecho, Greenhill lo abrió en canal y bueno…. os ahorraré los detalles, Dalton fue repartido entre sus compañeros. Ese fue el final de Dalton, pero claro, el final de Dalton y el de su cuerpo. Quedaban siete.
Seguían pasando las jornadas y no encontraban ni pueblos, ni granjas, ni asomo de civilización y por supuesto, tampoco alimento. El hambre volvió a aparecer. Entonces se fijaron en Brown y Kennerly, parecían muy débiles, seguramente no aguantarían, ¿y si…? Cómo debieron ser las miradas de las que fueron objeto para que enseguida se les encendieran las alarmas, no lo dudaron ni un segundo, ambos dieron media vuelta simultáneamente y echaron a correr como locos. Aquí se produjo una situación dantesca, Brown y Kennerly corriendo desesperadamente por salvar la vida en medio de los pantanos mientras que sus cinco compañeros los perseguían en una alocada carrera con la intención de darles caza para comérselos. Esta persecución duró días. Finalmente consiguieron escapar pero al poco murieron por desnutrición, al menos, salvaron sus cuerpos. Quedaban cinco.
Greenhill, con su hacha afilada, no volvería a perder una ocasión. El hambre les atenazaba. Y la ocasión no tardó en llegar, Bodemham se separó un momento del grupo, situación que aprovechó Greenhill para seguirle, se acercó sigilosamente por detrás y ¡zas! Le cortó la cabeza.
Esta vez el resto del grupo no tuvo tantos escrúpulos, sin perder un segundo sus cuatro amigos se abalanzaron sobre el cuerpo de Bodemham aún caliente como una manada de lobos salvajes y dieron cuenta de él. Quedaban 4.
Al poco tiempo, se encontraron en la misma situación. El siguiente en el punto de mira fue Mather, de los cuatro era el más callado, el más sumiso, el más gregario y esto fue su final. Greenhill se acercó a él por la espalda, pero esta vez no fue tan sigiloso. Mother, en el último segundo se dio cuenta e intentó evitar el golpe, aunque no lo consiguió del todo, quedó malherido, con un tajo en el cuello, tirado en el suelo. Sus tres amigos se acercaron lentamente a él mirándolo fijamente. No retrasaron su agonía, Greenhill se acercó y ¡zas! ¡Ahora sí! Quedaban 3.
Claro, como es normal, Travers ya no se fiaba de su querido amigo Greenhill. Discutieron y ¡zas! Greenhill acabó con él. Quedaban 2.
Habían pasado dos meses de canibalismo y solo quedaban dos. ¿Os imagináis la situación? Ni que decir tiene que Greenhill y el Sr. Pearce no se quitaban ojo. Pasaron tres días de absoluta tensión hasta que en la noche del tercer día Greenhill no aguantó más, le pudo el sueño y dio una cabezada, su última cabezada, ya que el Sr. Pearce aprovechó ese instante para arrebatarle el hacha de las manos y ¡zas! Solo quedaba uno.
La cabeza de Alexander Pearce
El Sr. Pearce secó al Sol un brazo y una pierna del Sr. Greenhill y se echó a la aventura, y así estuvo un tiempo hasta que la policía dio con él y volvió de regreso al penal de Macquarie Harbour.
Aunque corrían rumores de canibalismo, nada se pudo demostrar, de modo que, antes de cumplirse un año de su recaptura Alexander Pearce volvió a escaparse, esta vez acompañado de un joven preso llamado Thomas Cox.
Diez días más tarde las autoridades volvieron a cazar al Sr. Pearce, esta vez sí, fue acusado del asesinato del joven Thomas Cox y de haber practicado el canibalismo con sus restos. Lo curioso del caso es que cuando lo capturaron no solo llevaba lo que quedaba del joven Cox, si no también embutidos de cerdo y numerosa fruta. Es decir, esta vez no mató y devoró por hambre. Le había cogido el gusto.
Ante esta situación Alexander Pearce lo confesó todo, se había comido a seis personas. Fue encontrado culpable y condenado a morir en la horca, sentencia que se llevó a cabo la mañana del día 19 de Julio de 1824 en la cárcel de Hobart Town.
Sus últimas palabras antes de ser ahorcado fueron:
La carne humana es una delicia. Tiene un sabor mucho mejor que el pescado o la carne de cerdo

Curiosidades

La cabeza de Alexander Pearce se encuentra actualmente en una vitrina de la Academia de Ciencias Naturales Philadelphia debido a la curiosa afición del Profesor Norton de colecionar calaveras de personajes célebres. Su colección de cabezas ilustres supera el millar.

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